Andanza CIII:
Liédena
Día:
18/02/2018
El otro día,
revolviendo cajones, apareció en uno desatendido largo tiempo un antiguo
recorte de periódico, guardado allí un lejano día, seguramente porque hablaba
sobre cosas de carreteras. Y no era un artículo escrito por un mindungui
cualquiera, estaba firmado por José Manuel Caballero Bonald, Premio Cervantes
en 2012 entre otros muchos galardones. Y qué alegría nos dio ver que un gran
escritor como él compartía nuestros sentimientos respecto a eso de viajar o
desplazarse, porque viajar es una cosa y desplazarse otra. Uno viaja por
ciertas carreteras y se desplaza por otras.
Caballero
Bonald, como nosotros, añoraba las distancias antiguas, las que establecían
carreteras que surcaban la campiña, las que atravesaban pueblos, ésas que eran
custodiadas por hileras de árboles a los costados. Alguno dirá que somos unos
retrógrados, por los atascos, por la lentitud, porque los árboles próximos a la
calzada son un peligro para la seguridad vial. Pues ciertamente, pero la
diferencia entre viajar y desplazarse está en el contacto, en el contacto con
el medio.
No negamos que
en el trajín diario es necesario desplazarse, es decir, moverse de un lugar a
otro en el menor tiempo posible y con la mayor seguridad. Para eso están las
autopistas y autovías y por eso estas vías de comunicación sacrifican todo lo
intermedio. Decía Bonald que sacrifican lugares y paisajes mudándolos en
irreconocibles, porque la velocidad y el alejamiento apenas nos los dejan ver,
convirtiéndolos en accesorios. En realidad, todo no, la excepción son las
anodinas áreas de servicio y también los peajes, en este caso de obligada
visita para sacrificar nuestros bolsillos. Qué triste es la carretera que te
separa del entorno por una valla metálica, aunque la escusa sea evitar animales
en la calzada.
Bien lo
advertía Bonald: “la velocidad es una pésima aliada de los gozos de la vista” y
tal es el fin de autopistas y autovías, desplazarse con rapidez y, como el mulo
con anteojeras, mirar sólo al frente. Nosotros somos unos renegados de
autopistas y autovías, al menos encima de la moto, y es que por edad fuimos
malcriados en los encantos de las viejas carreteras. Menos mal que aún nos
quedan las tentaciones que dispensan las carreteras que hoy se tildan de
secundarias, o comarcales, o autonómicas, o como quiera que se llamen. Todavía
acomodan a su vera toda clase de atractivos que, con cantos de sirena, te
llaman a la parada y fonda. Por eso, nosotros no somos de los que se hacen de
rogar ante el reclamo de un buen mesón a pie de carretera, y aun siendo regular
también acudimos, y si no lo hay, tampoco le hacemos ascos al solaz
proporcionado por un paraje bucólico al borde del camino, donde sacar el
bocadillo y la bota, como en tiempos del Seiscientos.
Aquí damos la
bienvenida a aquellos que se apunten al club de recorrer carreteras con
cachaza, porque la finalidad del viaje no es únicamente llegar al destino, el
plan incluye igualmente el disfrute del camino, y es que hay ocasión para todo
cuando el tiempo no es un factor determinante a la hora de viajar. El mejor
tiempo es aquél que se puede perder en la tarea de la parada y fonda, en
satisfacer curiosidad y apetitos.
Carreteras con
cachaza tenemos también para la Andanza de hoy, pues aunque haya de las otras,
las nuestras son las de cachaza. Por cuestiones de estrategia el objetivo de
esta jornada es único. Con Liédena en el horizonte, lo tendríamos fácil tirando
de autovías y podríamos plantarnos allí en un santiamén, pero eso es pecado,
así que arrancamos hacia la Merindad de Sangüesa por donde Dios manda, sin
prisas y sin sacrificar nada intermedio, honrando curvas y repechos.
La localidad
de Liédena se encuentra situada en las estribaciones de la sierra de Leyre,
próxima al pantano de Yesa, al norte y
cercana a la bonita ciudad que da nombre a la merindad y a unos 41 kilómetros
al Este de Pamplona. Su población ahora supera en poco los 300 habitantes,
aunque a principios del pasado siglo casi los triplicaba, coincidiendo con el
auge a que dio lugar la llegada del ferrocarril del Irati, con estación
incluida. Fue ésta una línea de vía estrecha, destinada a unir Pamplona con
Sangüesa, que estuvo operativa entre 1911 y 1955.
Liédena tiene
altibajos, tiene una barriada de abajo y una barrida de arriba. La de abajo es
moderna y llana y la otra todo lo contrario. Como suele ser habitual, el ámbito
de lo sagrado preside el cotarro, así que la parroquia de Santa María de la
Asunción domina la vecindad aupada en lo más alto, además lo hace con aire
marcial, presumiendo de una torre almenada en la que se ha encaramado la
divinidad vigilando con aire paternal.
Por los
alrededores del templo se concentran numerosos caserones añosos, que se dejan
caer por la cuesta abajo, dando carácter a las angostas callejas del barrio.
Lucen estas moradas elementos característicos de la arquitectura del siglo XVI,
tales como notables portaladas de arco de medio punto, coronadas con escudo en
la clave, y algunas abren al exterior ventanas de arcos conopiales con
parteluz. La calle Mediavilla, situada en la parte trasera de la iglesia, es de
las más representativas y típicas. También lo es la calle de Santa María, donde
se emplaza una magnífica vivienda que ostenta en su fachada de sillarejo un
imponente escudo rococó de mediados del siglo XVIII. En las proximidades
sorprende al curioso una plazoleta muy costumbrista, en la que la casa
parroquial, junto a otras casonas vecinas, estructuran un rincón con encanto.
Además del
atractivo urbano, en el término de Liédena se encuentran parajes
singulares. Donde llega a su término la
Foz de Lumbier es de estos sitios. Allí el río Irati se libera de estrecheces y
allí se dejan ver unas ruinas románticas: las del Puente del Diablo. Cuenta la
leyenda que el puente fue obra de Satanás y lo construyó para cobrarse el alma de
un señor con el que había apostado que sería capaz de terminar la faena en una
noche. Parece ser que al final Satán se quedó sin el alma y el señor litigante
dispuso de su puente, aunque con retraso. De todas formas, el puente tuvo una
existencia efímera. Se disputan el honor de mandarlo al garete entre Espoz y
Mina y los franceses, allá por los tiempos de la Guerra de la Independencia,
empecinados el uno y los otros en que el contrario no debía hacer uso del
mismo.
Y colorín
colorado, el quehacer motero en Liédena lo damos por terminado. Retornamos a
nuestras carreteras con cachaza a ver si por el camino oímos cantos de sirena,
entonando a pleno pulmón una copla laudatoria sobre los beneficios que tiene
echar un bocado en un mesón aparente. Alguno habrá.