Andanza
IC: Leitza - Lekunberri
Día:
19/11/2017
Insinuaba
el bueno de Unamuno, allá por los primeros años del pasado siglo, que el “homo
rusticus” era la base del ser humano y que esto era así porque el hombre urbano
todavía no se había encontrado a sí mismo, y no se había encontrado porque ni
siquiera había sabido buscarse. Ante semejante torpeza, el “homo rusticus”,
aprovechando la coyuntura, fue convirtiendo la naturaleza en su habitación.
Sin
embargo, domesticar a la naturaleza desde el punto de vista de la habitación le
planteó al hombre una serie de problemas que hubo de resolver en función de los
distintos ámbitos y medios físicos a los que se enfrentaba, de las diferentes
estructuras en que se organizaba y, en consecuencia, de una capacidad técnica
desigual. Por ello, la respuesta al desafío de cómo procurarse cobijo ha sido
tan variada.
Si hay una
tierra donde esto es palpable sobremanera, ésa es Navarra. Nosotros, a lo largo
de todas estas Andanzas nos hemos convertido en testigos sobre el terreno de la
multiplicidad de su caserío y que, tras una primera observación, se tiende a
catalogar con un simplismo, el de arquitectura de la Montaña, de la Zona Media o
de la Ribera. No obstante, una mirada más atenta hace ver que la casa, en el
concepto más amplio de la palabra, carece de la homogeneidad que a veces se le
pretende dar, no es igual a sí misma en el mismo lugar, ni es igual a sí misma
en un tiempo u otro.
La
perspicacia de Julio Caro Baroja dejó bien claro, en palabras y en imágenes, el
contraste entre la “casa de” y la “casa en”, dado que esa primera catalogación
tiende al tópico, a inventariar de manera preestablecida de acuerdo a unos
determinados cánones, mientras que la
segunda reconoce al territorio ocupado por la casa como contenedor de
variedades y diferencias, y va más allá de la identificación únicamente por
afinidad endémica.
Pero
ocurre que el mirar de los observadores menos perspicaces siempre tiende a ver
la casa como la “casa de”, pues eso exige un menor esfuerzo mental, y por
consiguiente nosotros hoy nos vamos a ver “casas de” la Montaña, sin más
complicaciones y sin entrar en pormenores que, seguramente, no llegaríamos a
percibir. Nos conformamos con captar lo ensalzado como popular, popular según
estándares porque, además, es una forma de ver al alcance de cualquiera.
Como nos
vamos a la Navarra húmeda, hemos de reparar en los atributos de una tierra muy
propensa a las similitudes totales. Será porque allí la relación con el medio
físico natural es intensa, aunque sea una relación que repercute más en los
pequeños núcleos de población que en los grandes, donde se han asentado un
mayor número de casas variopintas entre las de toda la vida y otras de toda la
vida que rebasan la noción de lo popular. En fin, de todas formas hay mucho que
ver y mucho que distinguir, pero eso último es cosa de antropólogos porque
nosotros somos más de ver todos los gatos pardos.
Partimos
con la obstinación de siempre, camino de Leitza y Lekunberri, persiguiendo el
vaivén ondulado en horizontal y en vertical por carreteras que nunca han
conocido nada a derechas ni a nivel y así hasta llegar a la cabecera del valle
de Leizaran, por derroteros donde lo desigual es lo habitual. A partir de
Irurtzun vamos abriendo el camino entre las primeras asperezas de la Montaña
tomando esa NA-1300 tímida y escurridiza que nos lleva camino de Lekunberri,
unas veces a la vera de la autovía, otras renegando de ella. Pero Lekunberri,
aunque toca, lo dejamos ahora de lado, sólo por formalismo, porque debemos dar
cumplimiento al artículo primero de nuestros estatutos, el que habla no sé qué
de seguir el orden alfabético. Y por acatamiento también al segundo, el de
honrar a las curvas, elegimos la NA-1700, huyendo de la autovía y buscando el
abrigo de frondosidades, y entonces nos sube por Uitzi y luego nos deja caer en
Leitza.
Leitza es
un sitio con algo menos de 3000 habitantes situado en la comarca norte de
Aralar, a 47 kilómetros de Pamplona y 36
de San Sebastián. Encerrado entre montañas y de horizonte un tanto
condicionado, tal vez por eso se ha convertido en guardián de esencias. Se ve
en sus casas y se nota en el ambiente. Muchos de los edificios del pueblo están
llenos de símbolos e inscripciones reivindicativas, con expresiones vehementes,
exaltadas, furibundas…, será cosa de las humedades y lo ceñido. La
impresionante iglesia de San Miguel preside la localidad subida en un pedestal,
desde ahí mete en cintura a la parte vieja del pueblo, obligando a los fieles a
trepar para cumplir con sus obligaciones litúrgicas. Construida con sólidos sillares
de color gris azulado, guarda para sí las últimas luces de un día soleado,
mientras que el pueblo, a sus pies, ya se conforma con las tinieblas. Pero hoy
y a esta hora, un cielo fuertemente iluminado reparte fulgor para todos, para
la iglesia y para las casas. Aquélla lo aferra a su espalda, éstas lo reflejan
en el blanco inmaculado, al menos las que conservan ese estado. El de la Casa
Consistorial es también un edificio imponente, de piedra gris, que abre sus
arquerías a la plaza del frontón, una plaza cuyos aledaños han deslucido los
reivindicadores con sus consignas.

Y
volviendo por donde habíamos venido, NA-1700 para arriba, NA-1700 para abajo, y
tras doce kilómetros y medio aparecemos otra vez en Lekunberri, pero ahora con
intenciones inquisitivas. Este es un pueblo hermano de Leitza, pero un hermano
pequeño, de unos 1500 habitantes. Envuelto entre montañas pero menos,
reivindicativo pero menos, o eso parece a primera vista. Se ubica en el centro
del Valle de Larráun, de donde desertó un día para hacerse independiente tras
una pendencia con los otros concejos del valle. Para ser de montaña no tiene
calles empinadas, se encuentra asentado en un raso estirado y ha sido
tradicionalmente un lugar de paso entre montañas y parada y fonda del camino
real de Pamplona hasta Guipúzcoa. Eso le ha valido cierto esplendor y el haber
perdido el aire de ruralidad, que hoy se conserva principalmente en los
caseríos agrupados en torno a la parroquia de San Juan Bautista. El resto de la
localidad ha caído en garras de la simetría, con sus edificios de pisos y
viviendas unifamiliares con jardincito y divinamente ordenadas.
Terminamos
la visita con la sensación de no saber si hemos visto “casas de” o “casas en” o las dos cosas o ninguna, o sea,
todos los gatos pardos, como casi siempre. Es que nosotros no tenemos la mirada
educada para esas sutilezas, al fin y al cabo todas merecen ser vistas, pues no
hay casa que sea inexpresiva, por vieja, por silenciosa, por impasible, o por
todo lo contrario.
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