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domingo, 25 de febrero de 2018

Leitza - Lekunberri

Andanza IC: Leitza - Lekunberri

Día: 19/11/2017

Insinuaba el bueno de Unamuno, allá por los primeros años del pasado siglo, que el “homo rusticus” era la base del ser humano y que esto era así porque el hombre urbano todavía no se había encontrado a sí mismo, y no se había encontrado porque ni siquiera había sabido buscarse. Ante semejante torpeza, el “homo rusticus”, aprovechando la coyuntura, fue convirtiendo la naturaleza en su habitación.

Sin embargo, domesticar a la naturaleza desde el punto de vista de la habitación le planteó al hombre una serie de problemas que hubo de resolver en función de los distintos ámbitos y medios físicos a los que se enfrentaba, de las diferentes estructuras en que se organizaba y, en consecuencia, de una capacidad técnica desigual. Por ello, la respuesta al desafío de cómo procurarse cobijo ha sido tan variada.

Si hay una tierra donde esto es palpable sobremanera, ésa es Navarra. Nosotros, a lo largo de todas estas Andanzas nos hemos convertido en testigos sobre el terreno de la multiplicidad de su caserío y que, tras una primera observación, se tiende a catalogar con un simplismo, el de arquitectura de la Montaña, de la Zona Media o de la Ribera. No obstante, una mirada más atenta hace ver que la casa, en el concepto más amplio de la palabra, carece de la homogeneidad que a veces se le pretende dar, no es igual a sí misma en el mismo lugar, ni es igual a sí misma en un tiempo u otro.

La perspicacia de Julio Caro Baroja dejó bien claro, en palabras y en imágenes, el contraste entre la “casa de” y la “casa en”, dado que esa primera catalogación tiende al tópico, a inventariar de manera preestablecida de acuerdo a unos determinados cánones, mientras que  la segunda reconoce al territorio ocupado por la casa como contenedor de variedades y diferencias, y va más allá de la identificación únicamente por afinidad endémica.

Pero ocurre que el mirar de los observadores menos perspicaces siempre tiende a ver la casa como la “casa de”, pues eso exige un menor esfuerzo mental, y por consiguiente nosotros hoy nos vamos a ver “casas de” la Montaña, sin más complicaciones y sin entrar en pormenores que, seguramente, no llegaríamos a percibir. Nos conformamos con captar lo ensalzado como popular, popular según estándares porque, además, es una forma de ver al alcance de cualquiera.


Como nos vamos a la Navarra húmeda, hemos de reparar en los atributos de una tierra muy propensa a las similitudes totales. Será porque allí la relación con el medio físico natural es intensa, aunque sea una relación que repercute más en los pequeños núcleos de población que en los grandes, donde se han asentado un mayor número de casas variopintas entre las de toda la vida y otras de toda la vida que rebasan la noción de lo popular. En fin, de todas formas hay mucho que ver y mucho que distinguir, pero eso último es cosa de antropólogos porque nosotros somos más de ver todos los gatos pardos.


Partimos con la obstinación de siempre, camino de Leitza y Lekunberri, persiguiendo el vaivén ondulado en horizontal y en vertical por carreteras que nunca han conocido nada a derechas ni a nivel y así hasta llegar a la cabecera del valle de Leizaran, por derroteros donde lo desigual es lo habitual. A partir de Irurtzun vamos abriendo el camino entre las primeras asperezas de la Montaña tomando esa NA-1300 tímida y escurridiza que nos lleva camino de Lekunberri, unas veces a la vera de la autovía, otras renegando de ella. Pero Lekunberri, aunque toca, lo dejamos ahora de lado, sólo por formalismo, porque debemos dar cumplimiento al artículo primero de nuestros estatutos, el que habla no sé qué de seguir el orden alfabético. Y por acatamiento también al segundo, el de honrar a las curvas, elegimos la NA-1700, huyendo de la autovía y buscando el abrigo de frondosidades, y entonces nos sube por Uitzi y luego nos deja caer en Leitza.

Leitza es un sitio con algo menos de 3000 habitantes situado en la comarca norte de Aralar, a  47 kilómetros de Pamplona y 36 de San Sebastián. Encerrado entre montañas y de horizonte un tanto condicionado, tal vez por eso se ha convertido en guardián de esencias. Se ve en sus casas y se nota en el ambiente. Muchos de los edificios del pueblo están llenos de símbolos e inscripciones reivindicativas, con expresiones vehementes, exaltadas, furibundas…, será cosa de las humedades y lo ceñido. La impresionante iglesia de San Miguel preside la localidad subida en un pedestal, desde ahí mete en cintura a la parte vieja del pueblo, obligando a los fieles a trepar para cumplir con sus obligaciones litúrgicas. Construida con sólidos sillares de color gris azulado, guarda para sí las últimas luces de un día soleado, mientras que el pueblo, a sus pies, ya se conforma con las tinieblas. Pero hoy y a esta hora, un cielo fuertemente iluminado reparte fulgor para todos, para la iglesia y para las casas. Aquélla lo aferra a su espalda, éstas lo reflejan en el blanco inmaculado, al menos las que conservan ese estado. El de la Casa Consistorial es también un edificio imponente, de piedra gris, que abre sus arquerías a la plaza del frontón, una plaza cuyos aledaños han deslucido los reivindicadores con sus consignas.


Y volviendo por donde habíamos venido, NA-1700 para arriba, NA-1700 para abajo, y tras doce kilómetros y medio aparecemos otra vez en Lekunberri, pero ahora con intenciones inquisitivas. Este es un pueblo hermano de Leitza, pero un hermano pequeño, de unos 1500 habitantes. Envuelto entre montañas pero menos, reivindicativo pero menos, o eso parece a primera vista. Se ubica en el centro del Valle de Larráun, de donde desertó un día para hacerse independiente tras una pendencia con los otros concejos del valle. Para ser de montaña no tiene calles empinadas, se encuentra asentado en un raso estirado y ha sido tradicionalmente un lugar de paso entre montañas y parada y fonda del camino real de Pamplona hasta Guipúzcoa. Eso le ha valido cierto esplendor y el haber perdido el aire de ruralidad, que hoy se conserva principalmente en los caseríos agrupados en torno a la parroquia de San Juan Bautista. El resto de la localidad ha caído en garras de la simetría, con sus edificios de pisos y viviendas unifamiliares con jardincito y divinamente ordenadas.


Terminamos la visita con la sensación de no saber si hemos visto “casas de” o  “casas en” o las dos cosas o ninguna, o sea, todos los gatos pardos, como casi siempre. Es que nosotros no tenemos la mirada educada para esas sutilezas, al fin y al cabo todas merecen ser vistas, pues no hay casa que sea inexpresiva, por vieja, por silenciosa, por impasible, o por todo lo contrario.











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