Andanza
XCVIII: Legarda - Legaria
Día:
12/11/2017
No escapa
nadie. Todos, absolutamente todos, hacemos aguas por algún punto de nuestra
capacidad de entendimiento y ello nos lleva a creer a pies juntillas en
disparates diversos. Nosotros también, sin embargo, estamos convencidos que
nuestra vía de agua se asienta en sólidos principios filosóficos, y para
certificarlo ahí está Platón cuando habla de las vivencias de un señor metido
dentro de otro, porque lo de la metempsicosis es Palabrita del niño Jesús.
Siempre hemos
pensado que la naturaleza del hombre responde a profundos problemas de
existencia, cuya expresión más elevada es la certidumbre en la inmortalidad.
Así, suele afirmarse que los personajes más notables de una determinada etapa
histórica, aquellos que ejerciendo acciones de extraordinaria trascendencia
durante su lapso vital, recabaron extremadamente la atención de sus
contemporáneos y marcaron impronta épica, alcanzan al morir un purgatorio de
incierta duración, una especie de cámara de apaciguamiento que contrasta con su
apasionada existencia anterior. Mientras por ahí deambulan, he aquí el extraño
caso que concurre en algunos de ellos. Son aquellos que pugnan bravamente por
salir del letargo y logran ligarse a la contemporaneidad a través de lazos de
parentesco, presentándose sin invitación en el escenario del mundo presente por
boca y mano de allegados contemporáneos.
La víctima
elegida los siente agitarse internamente cuando se esfuerzan en asomar a la
actualidad, porque la sombría idea de la desmemoria se subleva en ellos, y
agitándose alcanzan a apoderarse de la voluntad del desdichado agnado que han
poseído, para catapultarse a la luz de entre las tinieblas en que vegetan.
Nosotros,
infortunados deudos así escogidos, también hemos sido objeto de las algaradas
de un inquieto ancestro, un notable hijo de la historia, lo que explica las
muchas exaltaciones y las incontables noches penadas en el filo entre el sueño
y la vigilia. No sabemos si el parentesco que nos une a él es por
consanguinidad o afinidad, si por vía directa o colateral, pero el caso es que
Marco Polo ha trepado hasta nosotros.
No puede ser
otro. ¿Quién sino él nos empuja a esto de andar peregrinando de pueblo en
pueblo? Convertidos en viajeros de campanario, pero viajeros al fin y al cabo.
Abducidos y producto de la metempsicosis, nos usa a su capricho como puente
para exteriorizarse. Le hemos tenido que abrir la puerta ante la expectativa de
noches desveladas, dando la lata y exigiendo con soeces muecas que lo hurtemos
del limbo en que vive, espectro sin escrúpulos. Desea ocupar el mundo que nos
rodea, y nosotros, de voluntad débil, se lo hemos cedido. Sabe que de grandes
viajes como antaño nanay, pero dice que mejor esto que las tinieblas.
Hoy, Marco
Polo se ha propuesto llevarnos de la mano a Legarda y Legaria. La primera localidad
perteneciente a la Merindad de Pamplona y la segunda a la de Estella, separadas
por unos 40 kilómetros, así que este gran aventurero habrá dicho que vaya
mierda de viaje, pero se tiene que conformar o se busca otros transmigrados y
no están los tiempos fáciles para sustraer la voluntad de nadie, que pardillos
vamos quedando cuatro.
Para llegar a
Legarda y amenizar la ruta hemos seguido la carretera vieja de Estella a
Pamplona, o lo que queda de ella tras haber sido segmentada con quince o veinte
rotondas. Pasado Puente la Reina y al pie del puerto de El Perdón se encuentra
el pueblo, en la falda sur de la sierra del mismo nombre, comarca de
Valdizarbe, a 17 kilómetros de Pamplona. De unos años a esta parte se ha
convertido en un lugar tranquilo; el sosiego se lo ha dado la autovía A-12
fagocitando todo el tráfico, todo menos el de los lugareños y el de los amantes
de las carreteras con sabor a pueblo, como nosotros. En Legarda conviven en
comunión viejos caserones con modernas viviendas unifamiliares y codo con codo
se estiran y avanzan esforzadamente por la pendiente hacia el alto. La
población tiene poco más de cien habitantes que ahora gozan de un sitio
apacible y, a la vez, de la buena comunicación que facilita la autovía. También
disfrutan del espectáculo que ofrece la majestuosidad de la sierra y su
naturaleza agreste, mientras se deja caer ladera abajo en un torrente de
innumerables barrancos, horadando la tierra como si una gigantesca garra le
hubiera propinado un zarpazo.
Ladera abajo
también se dejan caer los peregrinos de la ruta jacobea mientras consuman la
dura etapa de Pamplona a Puente la Reina. Antaño Legarda fue lugar de paso del
camino, desviado hace unos años por
veredas próximas para alejar a los caminantes de los peligros de la carretera.
Pero siempre hay alguno que elige patear las calles del pueblo, bien porque
peregrinan en bicicleta o bien porque, aún andando, escapan de senderos
embarrados por la lluvia.
Parece que
nuestro autoinvitado se impacienta y nos empuja a cambiar de tierras, le puede
el instinto. Mudando de Merindad dirección Oeste invadimos la de Estella,
buscando el valle del Ega, o Valdega como se le nombra tradicionalmente. Por él
fluye mansamente el río que le da nombre camino de la vieja Lizarra. Y si así
fluye es porque el terreno invita a ello: un páramo afable y nítido, de
horizonte abierto. Ahí buscó consuelo Legaria y plantó sus reales y ahí está, a
63 kilómetros de Pamplona, 65 de Vitoria y 62 de Logroño.
No es un
pueblo monumental y le importa un comino, es un lugar pequeño con poco más de
una centena de habitantes, de esos que apenas aparecen en los mapas, pero con
el suficiente apresto para haberse dividido en cuatro barrios y que como todo
sitio que se precie conjuga un poquito de arte con una pizca de historia,
espíritu y materia, iglesia y palacio, de andar por casa pero suficiente y
reclamando sus respectivos espacios de gloria. La iglesia de San Martín exhibe
orgullosa su espadaña en la distancia y el viejo palacio de los Legaria,
altivo, como todos los de Cabo de Armería, se alza a pie de carretera diciendo,
como Cisneros: ¡Estos son mis poderes! Pero ya nadie le hace caso, ni siquiera
los parroquianos que a la sombra de sus muros toman el vermut en el bar del
pueblo.
Y terminada la
jornada nos vamos para casa, que está aquí cerca, arrastrando a ese obstinado
ascendiente enfundado en nuestro pellejo que no quiere recogerse. Le informamos
que comer es una necesidad vital y también un deleite, pero no se atiene a
razones, lo suyo es explorar. Éste no se viene más con nosotros, no sabe que
cada cosa tiene su tiempo.