Andanza
XCI: Lakuntza - Lana, Valle de
Día:
20/08/2017

Desde
que el mundo es mundo existen ciertos necios que por mantenerse
callados habitualmente logran pasar por discretos, sin embargo, en
cuanto se ven en la obligación de manifestarse pasan a ocupar
automáticamente el puesto que les corresponde en la hermandad de los
tontainas. Hay días que, como hoy, también nosotros nos levantamos
poseídos por la espesura y el oscurantismo, y para no identificarnos
como esos tontos secretos y en un intento de mantener nuestra
reputación entre la de los juiciosos, dado que no podemos guardar
silencio por necesidades del guión, nos vemos en la obligación de
invocar cada poco a ilustres personajes para que con sus ocurrencias
nos ayuden a correr un tupido velo que disimule nuestros vacíos.
Para evitar altercados, siempre procuramos evocar a notables
fenecidos, pues son menos propensos a indignarse ante
interpretaciones vejatorias de sus idearios, a las que tan dados
somos. Cierto es que algunos de los insignes aquí mentados tienen
deudos y pudiera ser que nuestro reiterado proceder alimente su
voluntad maldiciente, Dios no lo quiera, por eso apelamos a la
caridad que se debe hacia los tontos acreditados en su tontería.
Pues
lo dicho, puestos a invocar, invocamos hoy a don José Ortega y
Gasset, notable filósofo hacedor de conceptos caracterizados por un
alto grado de abstracción, muchos de los cuáles escapan a la
lucidez de los cándidos. Pero no hay problema, pues para arruinar su
verdadero sentido nos las pintamos solos, en beneficio propio, eso
sí, y en perjuicio ajeno, eso también, aunque, teniendo en cuenta
que estas licencias nos las tomamos sin mala intención, damos por
hecho que su verdadero padre sabrá perdonarnos, allá donde esté.
Aseguraba
el bueno de don José que él era él y su circunstancia. Que él era
él estuvo claro desde el principio, pues con mirarse al espejo le
bastaba para comprobarlo. Pero lo de la circunstancia dichosa se nos
antoja como un concepto algo más nebuloso. Decía Ortega que la
circunstancia es todo lo que a cada uno le viene impuesto por el
destino y también lo que le acarrea el modo de conducirse en la
vida. Por consiguiente, el quehacer del hombre consiste en afrontar
buenamente los vaivenes de la circunstancia que le ha caído en
suerte, porque vivir es tratar a diario con la circunstancia. Pero
esta señora circunstancia es caprichosa en el trato… o te come a
besos o te infla a ostias, según le dé. Y así, al igual que cada
perro termina por parecerse a su dueño, cada circunstancia termina
por adueñarse del prójimo al que envuelve, aportándole el carácter
pertinente… o impertinente.
Por
suerte, nuestra circunstancia es amable y nos toleramos bien (por
ahora). Ella fue la que nos lanzó a esta empresa con la que tanto
disfrutamos y que aquí intentamos compartir para regocijo general, y
si no general, al menos el de unos pocos irreductibles que con
nosotros hacen gala de más paciencia que el santo Job. Mas a la
circunstancia hay que acariciarle el lomo, hay que mimarla y aún
así, por su carácter gatuno de vez en cuando te suelta un zarpazo.
Es lo que tiene la circunstancia.
¡Ay
la dichosa circunstancia!, que no sólo se ceba con las personas,
sino también con los sitios y de esto don José no dijo ni pío, es
cosa nuestra. Porque a cada pueblo también se le sube a la chepa su
circunstancia y a veces pesa como una losa, cuando está gorda la
condenada, de lo histórico, de lo inmediato, de lo espiritual y de
lo material, así que hoy nos vamos a indagar sobre los de Lakuntza y
su circunstancia, sobre los del Valle de Lana y la suya, a
alcahuetear por los entresijos respectivos, los impuestos y los
adquiridos.
El
camino ya lo conocemos, y bien, de tanto insistir hemos hecho surco.
Puerto de Lizarraga para arriba, puerto de Lizarraga para abajo,
presto a abocarte a La Barranca de manera vertiginosa por su
vertiente norte. Allí, en el valle del Arakil está Lakuntza, a la
vera del río, custodiado por la sierra de Andía y a la sombra de la
poderosa mole de San Donato. Su caserío se extiende por una llanura
de ribera, aunque el resto de su término municipal se retuerce un
poco más. Moran en el lugar unos 1260 habitantes, entre el núcleo
principal y los barrios vecinos. Los más viejos han visto mudar la
circunstancia de su pueblo. Antaño era una circunstancia aldeana, de
agricultura, de ganadería, de explotación forestal y hogaño se ha
transmutado en urbana e industrial. Por su culpa ahora conviven
caserones imperturbables, recios y adustos con frías naves
industriales, más bien impersonales. Qué antojadizas son las
circunstancias.
Un
chascarrillo: nos hemos enterado por un pajarito que en Lakuntza le
tienen una especial aversión a los calderos, o por lo menos a uno en
concreto. Parece ser que si preguntas a uno de Lakuntza por el
susodicho caldero le sienta peor que si le mientas las habilidades de
su madre como meretriz, y responde con exabruptos y bufidos, o bien
te suelta una andanada en toda la jeta. Algo gordo se debía cocer en
el caldero de marras, porque la cosa es un tanto misteriosa, viene de
antiguo y ya recogían esta fobia los folcloristas navarros del
pasado siglo.
Cambiamos
de escenario volviendo por donde habíamos venido, al menos hasta
Estella. Desde aquí, circulando por la NA-132A con dirección
Vitoria, poco antes de la muga con Álava se esconde un valle al que
el aislamiento le ha proporcionado su circunstancia. Entre la
intimidad y el recogimiento, de incógnito, con el farallón pétreo
de la sierra de Lóquiz cerrándole el norte, el Valle de Lana se
oculta de miradas indiscretas. Sus horizontes están limitados por
escabrosidades, pero no importa, en su retiro está su esplendor.
El
valle se estira de Este a Oeste y en su término se asientan cinco
pequeños concejos: Galbarra, Gastiáin, Narcué, Ulíbarri y
Viloria. Pocos son sus habitantes, entre todos no llegan a los 175
vecinos, pero disfrutan de lo añejo, de lo vetusto, porque así son
sus pueblos. No destacan por poseer monumentos sobresalientes, ni
iglesias colosales ni palacios ilustres, todo es modesto y es que en
la sencillez está su virtud. Por eso Lana no es presuntuoso, es más
bien un valle tímido, será por su clausura, por su apartamiento.
Hasta se le ha llegado a conocer popularmente como la “Pequeña
Rusia”.
En
el valle se ha conservado un oficio ancestral, el de hacer carbón.
El carbonero era un personaje habitual en diversas comarcas de
Navarra hasta mediados del siglo pasado y hoy ya prácticamente ha
desaparecido. En Viloria especialmente, la mayoría de sus vecinos se
dedicaban a este quehacer y pasaban en el monte varios meses al año
cociendo la madera. Por fortuna, aún quedan carboneros en el Valle
de Lana como vestigio de un pasado que se empeña en persistir. Es de
agradecer la testarudez de la circunstancia, que todavía nos permite
contemplar cómo humea una carbonera tal como lo hacía siglos atrás.
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