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viernes, 23 de septiembre de 2016

Goizueta

Andanza LXXI: Goizueta

Día: 03/07/2016

Ya percibió Jorge Manrique, aquel poeta soldado hijo del Medievo e impregnado de Renacimiento, que el paso de la vida es como el correr de los ríos, y lo exteriorizaba en pleno siglo XV en las famosas coplas laudatorias dedicadas a su padre: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir…”. Bella e intemporal alegoría la de Manrique, inserta en un canto persistente tributado al oficio democratizador de la muerte; quien, finalmente, termina por igualarnos a todos, al rey y al lacayo de ayer, al poderoso y al sin techo de hoy.


Pero los ríos, antes que muerte son vida porque, hasta el instante de diluirse definitivamente en el ambicioso mar, fecundan en su incesante fluir. Fluyen turbulentos y tornadizos donde la tierra quebrada pone mil barreras y fluyen también serenos e imperturbables donde, por su terquedad, ya se han liberado de obstáculos. Su fértil viaje siempre fascinó a los poetas, sus florestas alentaron cantares, sus riberas han dado carta de naturaleza a mitos ancestrales, sus aguas son espejos en los que las miradas escudriñadoras ven reflejados sueños y realidades.


Hasta el más miope de los viajeros ha visto que este Viejo Reino está desgarrado por sus ríos, que es tierra de ríos orgullosos, de ríos humildes, de arroyos tímidos, de regatas preñadas de leyendas. Siempre compañeros inseparables en estas andanzas, no hay día que no nos hayan regalado con el canto eterno del rumor de sus aguas, cuando pasan y corren, cuando aparecen y desaparecen inatrapables a la vera del camino. De soslayo, a lomos de la máquina que nos soporta, unas veces únicamente los presentimos, otras muchas los percibimos, y siempre con la imagen del reflejo plateado de sus aguas mantenida en las pupilas.


Hoy es día de ríos. Nuestro destino así lo exige: la Navarra húmeda. Remontando cauces comenzamos la singladura y escoltando el descenso de fogosas corrientes alcanzaremos la meta. Sí, porque ese camino irremediable y tiránico de obligado cumplimiento nos lleva a Goizueta, solar de fatigosa orografía, húmedo e impregnado de sí mismo.


Rumbo norte pronto descubrimos el desfile del Arga, el más pertinaz de los ríos navarros; nativo, con estatuto de limpieza de sangre y generoso contribuyente a la varonía del Ebro. Hemos decidido seguirlo, a la contra, en su musculoso discurrir entre Puente la Reina y Etxauri. Son estos parajes de mil imágenes, sosegados, por los que el río, hercúleo y disciplinado, avanza mientras habla en soledad. No nos cansaremos nunca del rodar contemplativo que regalan estos rincones.


En Ibero el río Arakil ya nos saluda fugazmente aún a sabiendas de que poco después se entregará en cuerpo y alma al Arga, a quien, en buena armonía, aún hemos de acompañar hasta Ororbia. Ahora toca cortejar al Arakil corriente arriba, desde Ororbia hasta Izurdiaga. El Arakil es de padres alaveses pero enseguida se bautiza navarro apadrinado por el valle de la Burunda. Por el camino juega con nosotros, es un río díscolo, aparece y desaparece a su conveniencia, tan pronto se encierra entre sotos ribereños como se muestra desnudo y descarnado, mientras se deja querer por arroyos y regatas. Pero quien verdaderamente le tributa vigor y entrañas es el Larraun, afluente generoso, y en su búsqueda partimos. Lo hallamos en Urrizola, entregado en fraternal abrazo a su hermano mayor, y guiados por su caminar persistimos en este peregrinar.

De Irurzun a Lekunberri el Larraun es poesía pura. Vencido el espectacular paso de Dos Hermanas, la bonita carretera NA-1300 corre paralela al río y a su vera, a tramos, se distingue un camino natural que discurre en parte por lo que fue el trazado del antiguo ferrocarril del Plazaola. El Larraun se entretiene atravesando robledales, hayedos y bosquecillos de ribera generosos en sombra con el viajero que, sin duda, ha de pasear ensimismado mientras contempla las cristalinas aguas del río y el exuberante entorno que se nutre de su esencia. Pueblos bucólicos de tradiciones enraizadas, antiguas ferrerías, ovejas somnolientas en sus prados, huertas y caseríos desfilaran ante los ojos del caminante. Nosotros, aun ralentizando la marcha, presentimos que se nos escapan estas ensoñaciones, pero algo de ellas queda impregnado.


De Lekunberri a Leiza no hay río que nos acompañe pero sí regatas asidas a la tierra. Son timoratas, retraídas, y por ello no se dejan ver desde ese camino de asfalto tiránico y que confina el espacio, sin embargo se manifiestan engalanando sus dominios con musgos y hiedras. Perseveramos persiguiendo nuestro destino y la NA-170 nos encarama hasta el Alto de Leiza. Es hora de dejarse caer, caer por un valle estrecho, hondo, cerrado, horadado por el Urumea, hasta las puertas de Goizueta. El Urumea campa por aquí a sus anchas desde que el mundo es mundo. Es un río de vertiente cantábrica, áspero, amigo de lluvias y nieblas, que se divierte precipitándose en cascadas, compartiendo angosturas con una carretera a la que obliga a serpentear sin cesar y sin descanso, esclavizada por los caprichos del río. Torrente humilde y poderoso a la vez, toma carta de naturaleza en el puerto de Ezcurra, y no tarda en enmascararse entre umbrías donde se cobijan todavía mitos y leyendas al abrigo de miradas  escépticas.

Hay quien dice que las lamias, sirenas de tierra a dentro, perviven en sus orillas, en remansos, y en la seguridad de brumosas cuevas guardan tesoros. Allí entonan embriagadoras canciones, se lavan, peinan sus rubios cabellos y acechan a jóvenes incautos. Humanas, demasiado humanas, sólo las delatan sus pies de pato que se afanan en ocultar. No hemos llegado a verlas ni a oír sus reclamos y ya cerca de Goizueta perdemos toda esperanza. No son amigas de algarabías.


Finalmente, casi de improviso, el pueblo de Goizueta asoma desde su encajonamiento en un pasillo de verdor, separado en las dos mitades que el Urumea se empeñó en distanciar. El río marca impronta en un lugar que vive abierto hacia su interior y un tanto retraído al exterior. Una orografía montañosa limita horizontes y dirige las percepciones hacia el cielo o hacia uno mismo. Sin embargo, lo propio es anímico e íntimo y lo ajeno etéreo. El río ha traído hasta Goizueta su concepto, su propio estado de ánimo y es espejo de tradiciones y arraigos. Da la impresión de que el río impone el escenario y el hombre lo colma con pasiones, que aquí son poderosas. Se intuyen por doquier y nosotros, ajenos, sólo alcanzamos a vez el elemento material que, en cierta medida, se encuentra en su origen.










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