Andanza LXX: Genevilla
Día: 19/06/2016
Pregona a los
cuatro vientos la filosofía popular una sentencia que dice: "la
experiencia es la madre de la ciencia". Pues bien, si hay algo que nos ha
enseñado el contacto continuo con la generosa geografía navarra en este
inacabable ir y venir en el que nos hemos embarcado, es que cualquiera de sus
pueblos es un pequeño universo de significados.
Significados
unos adquiridos y generales, otros innatos y específicos. Los primeros saltan
pronto a la vista por seguir patrones establecidos, los segundos necesitan ser
distinguidos entre la ambiguedad de la amalgama inicial y esto requiere olfato
fino, de avezado sabueso husmeador en lides antropológicas, porque la mayor
dificultad que se presenta ante cualquier arqueólogo de hábitos y costumbres es
la hermeticidad de lo general, que aplica un tupido velo, cuando no hace
impenetrable la esencia particular. Entonces el problema está en la necesidad
de escarbar en este primer estrato, aunque se sea con las uñas, hasta llegar a
esos vestigios privativos, individuales, tan de andar por casa y tan recónditos
a veces.
Resulta así
que conseguir vislumbrar la semblanza al completo de un pueblo precisa, no sólo
alcanzar a comprender su superestructura colectiva, sino también ésa que
decimos, íntima y un tanto subjetiva, en la que se incluyen, cómo no, sus
personajes. Por tanto, el ojo avizor no debe detenerse sólo en escenarios absolutos,
también ha de acceder a lo más recatado, a lo que calla a la sombra del
campanario. Difícil tarea e imprescindible a la hora de profundizar en el alma
reservada de los pequeños lugares. Aquí, por comodidad e incapacidad, nunca
hemos pretendido llegar tan hondo, ni en lo colectivo ni en lo individual, nos
conformamos con arañar la superficie, así que hoy volvemos a la carga con la
pretensión de afilarnos las uñas hurgando otra vez vez en tierras de la Navarra
Media. La tarea encomendada para la jornada es liviana en cuantía pero no en
atributos. Un solo pueblo como norte aunque se sitúe al Este.
Se trata de Genevilla,
ubicado en el Alto Ega, al occidente de la Merindad de Estella, a 80 kilómetros
de Pamplona, limitando con Álava. Con sus pocos más de 70 habitantes, es uno de
esos sitios de memorias acumuladas, de recuerdo ancestral, que tuvo a bien
asentarse en la frontera occidental del reino antes de que ésta se convirtiese
en tal. Fue esta comarca un área fluctuante en vasallajes hasta el siglo XIII y
aún después, pues perteneció a Álava por caprichos administrativos a principios
del XIX, para volver al redil navarro cual hija pródiga pocos años más tarde.
Genevilla se
arrebuja con el insondable manto verde derramado ladera abajo por la vertiente
norte de la serranía de Codés, y con él se abriga a sus pies. En la cumbre
despunta un farallón rocoso, avizor, desvelado en labor vigilante ante quien osa
irrumpir en sus dominios. Se ha erigido en guardián de una naturaleza abundante
en sensaciones, generadora de ensoñaciones que tanto invita a lo onírico.
Abajo, el pueblo acomodado en su serenidad, se interroga por la razón
misteriosa que llevó al azar a dotarlo de geografía tan espléndida.
Nosotros hemos llegado
temprano, enturbiando silencios con el ruido bronco de nuestro engendro
mecánico. Apenas hay gente en las calles. Tras alguna ventana sí: quienes
sobresaltados por la presencia de alborotadores interrumpen momentáneamente,
para husmear, ese destino que han aceptado y cumplen sin vacilaciones, aguardando
un día tras otro en un proceso inmutable y de inexorable monotonía la
conclusión de cada una de sus etapas vitales, sin otra pretensión. Allá ellos,
pero cuanta memoria acumulada y recuerdo ancestral se pierden pegados a los
visillos.
Sintiéndonos
observados callejeamos por un pueblo apretujado en calles paralelas,
ligeramente serpenteantes, de casas sencillas y de vecinos escasos. Como casi
siempre, la iglesia domina el caserío. Es una imponente mole de origen gótico
muy modificada en el siglo XVI y que mantiene una fuerte ascensionalidad. Una
amable coadjutora nos invita a contemplar su retablo al observarnos curiosear
por los alrededores del templo. Nos informa que es una pieza excepcional y a la
vista está. Un magnífico retablo, sí señor, pero algo irreverente, con señores
y señoras paseándose en pelotas por el friso. Se nos antojan personajes
mitológicos un poco frescos que, Díos sabe cómo, han conseguido codearse con
santos y vírgenes algo más comedidos. ¡Qué cosas!
En fin, nos vamos porque otros quehaceres de tragantía nos reclaman en Estella. Dejamos la mañana
avanzada y aproximándose la hora de misa, por ello se vislumbra ya movimiento
de parroquianos. Alguno ha subido hasta el pórtico elevado a la espera de que
den inicio los oficios, y expuesto al sol tibio de mediodía pelea
esforzadamente contra ese sueño tan placentero que deviene con la edad. Que
gane el mejor.