Andanza CXIX: Obanos
- Ochagavía/Otsagabia
Día: 08/03/2020
La peculiaridad de los derroteros
por donde nos conduce la Andanza de hoy nos viene de nuevo que ni pintada para
darle otra vuelta de tuerca al asunto de la andanza anterior, ése de la
despoblación, aunque ahora desde una perspectiva inversa y un tanto socarrona,
porque, aunque son minoría entre los que un día desertaron del pueblo, unos
pocos emigrados regresan. Son los emigrados pródigos, aquellos que retornan al
redil de la ruralidad cuando los neones de la ciudad acaban por deslumbrarlos.
Y para hacer el caldo gordo vamos a tirar de san Lucas, el evangelista, como el
agua de claro con lo que dice en su parábola respecto aquél que vuelve con el
rabo entre las piernas.

Lucas tomó como ejemplo el caso
de un amigo que era terrateniente y que tenía dos hijos. Parece que este señor
era poseedor de una gran hacienda en Galilea, en los alrededores de Cafarnaum.
El hijo más joven era de esos a los que el pueblo se le quedaba pequeño y lo de
convivir con el ganado no era lo suyo, además, lo peor era que en su cuadrilla
había más como él, hartos del pueblo y extasiados con los chismes que les
llegaban sobre las excelencias de una gran urbe como Jerusalén.

Un sábado por la noche, cuando el
hijo díscolo llegó a casa con una buena mona de la taberna que un fariseo tenía
en la calle Sodoma y Gomorra, se encaró con su padre y le exigió su parte de la
herencia porque se iba a marchar a la capital, a disfrutar de la vida, pues
estaba harto de limpiar cagadas de cabra y de que las mozas le rehuyeran por la
peste a choto que echaba. El pobre padre accedió y le dio lo que le pertenecía,
que no era moco de pavo. El hermano mayor, más formal, a regañadientes se tuvo
que comer el marrón de limpiar él solo a diario el corral de las cabras y por
ello le cogió un poco de ojeriza al pequeño.

En Jerusalén, al principio todo
fueron alegrías. Se compró una túnica de raso púrpura ceñida y unas sandalias
de cuero repujado y, fiesta para arriba, fiesta para abajo. Mientras le duró el
dinero le salieron amigos de debajo de las piedras, se juntó también con los
romanos más golfos, que además de golfos eran paganos, y así le lució el pelo.
Finalmente, como era de esperar, una mañana amaneció tirado en el callejón de
la parte trasera de una casa de meretrices, apaleado y sin blanca. Le habían robado
la túnica y las sandalias y como en aquel tiempo no se utilizaban calzoncillos
tuvo que taparse las partes pudendas con las manos hasta llegar a la pensión en
la que se hospedaba, de donde le echaron a los cuatros días por impago.

En esta tesitura le daba
vergüenza volver a casa de su padre, además llegó un periodo de hambruna en
Jerusalén y alrededores, por lo que no encontraba nada que comer rebuscando en
los contenedores de basura, así que se metió a porquerizo con la esperanza de
sustentarse con las algarrobas de los cerdos, pero éstos no estaban por la
labor y tuvo continuas trifulcas con ellos, de las que salieron ganadores los
gorrinos, porque eran más, mejor organizados y tenían razón.

Como último recurso, se acordó de
que los jornaleros de su padre estaban todos bien rollizos, pues no les faltaba
el pan, así que malo sería que su progenitor no lo acogiera de peón si volvía
con las orejas gachas. Y dicho y hecho. Se presentó en Cafarnaum humildemente y
su padre, que era un pedazo de pan, lo recibió con los brazos abiertos, de ahí
lo de hijo pródigo. Tanta alegría le dio al padre que mandó a un criado a por
la mejor túnica que hubiera en casa (no era de raso púrpura, pero para un
pueblo estaba bastante bien) y a por unas chanclas de esparto, mejores para
pisar terrones, además, le puso un anillo en el dedo como prueba de su perdón.
Y no quedó ahí la cosa, como bienvenida mandó celebrar un festejo con música y
danzas y, como lo vio en los huesos, un banquete, para lo que ordenó sacrificar
al becerro gordo que en el establo se las prometía muy felices porque pensaba
que en esas fechas no había ninguna festividad a la vista.

Con todo el alboroto de los
preparativos nadie se había acordado de avisar al hermano mayor, quien se
encontraba cavando nabos en el campo como hacía todos los días después de
barrer el corral, y hasta allí le llegó el olor del becerro gordo que estaban
asando en la parrilla. Con la mosca en la oreja se fue para la hacienda y según
se acercaba oyó el jolgorio y al primer criado que encontró le preguntó que qué
celebraciones eran ésas. El sirviente le puso en antecedentes sobre el regreso
de su hermano y la alegría de su padre. A él no le dio tanta sino más bien al
contrario, sobre todo cuando se enteró de lo del becerro.

Del cabreo que pilló no quiso ver
a su hermano ni sumarse a la fiesta, por lo que su padre tuvo que intervenir
intentando que comprendiera lo que significaba la vuelta al pueblo de su
hermano descarriado por la problemática de la despoblación. Ni por ésas se
avino a razones. Le replicó a su padre que la despoblación se la traía al pairo
a su hermano, y que si había vuelto era porque había dilapidado la herencia en
juergas con los romanos y metiéndose debajo de las faldas de mujeres de vida
alegre, pero, sobre todo, lo que peor le había sentado era que asara el becerro
gordo en honor a su hermano, cuando él le había pedido un cabrito hacía pocos
días para hacer una merienda con sus amigos y se lo había negado argumentando
que estaba feo hacer ostentaciones con la hambruna que se padecía en la
comarca.

El padre, tan buen progenitor,
para apaciguarlo le aseguró que como él siempre había permanecido a su lado
todo lo suyo le pertenecía y que a su hermano había que reírle las gracias
porque lo de la despoblación no era una nimiedad, que tuviera en cuenta que si
el pueblo se quedaba vacío irían a la ruina y que más valía que su hermano
estuviera allí haciendo bulto, aunque fuera un parásito, que toda la comarca se
convirtiera en un desierto demográfico por la fuga de vecinos.
San Lucas no entra en detalles
sobre si el hermano mayor quedó convencido con los argumentos de su padre y
toleró la presencia del menor en la hacienda en calidad de huésped gorrón, pero
lo importante que se extrae de la parábola es que hay que tomar medidas contra
la despoblación, aunque sean dolorosas para algunos, como es el caso del
hermano mayor del hijo pródigo, a quien se le oyó murmurar entre dientes
aquello de “éramos pocos y parió la abuela”.

Pues parece que en los sitios a
los que hoy toca visita sí las han tomado, porque han sabido revalorizarse
manteniendo o aumentando población, o bien, atrayendo al turismo. Partimos
entonces para Obanos y Ochagavía/Otsagabia, lugares revivificados, ricos en
historia y apariencia. Obanos es una villa situada en la comarca de Valdizarbe,
al lado de Puente la Reina, a 21 kilómetros de Pamplona y otros tantos de
Estella, con poco menos de 1000 habitantes, que tocó fondo poblacional en los
años 70 del siglo pasado, pero una buena gestión municipal, su vecindad al Camino
de Santiago y a la autovía A-12 han incentivado el acrecentamiento del
vecindario. Y no es de extrañar esta atracción, porque Obanos bien merece una
visita paciente. El pueblo impresiona por su notorio carácter medieval, por la
belleza de su marco urbano organizado en torno a dos plazas: la de los Fueros y
San Guillermo. Calles y casas armonizan para trasladar al visitante al pasado y
hacerlo converger en la diafanidad histórica de la plaza de los Fueros. Ahí
preside la iglesia de san Juan Bautista, de gótico moderno, sólidamente
porticada, tanto que este pórtico parece una garra asida al suelo.

Obanos ha pasado a la historia
por haber sido sede principal de una institución medieval de funcionamiento
relativamente democrático. Se trataba de la Junta de Infanzones de Obanos, a la
que, allá por el siglo XIII, concurrían miembros de la baja nobleza navarra,
clérigos, labradores, artesanos y comerciantes, con el objeto de defender sus
usos, costumbres y derechos frente a las arbitrariedades de reyes y alta nobleza.
A lo largo de su existencia pasaron por períodos de mayor o menor tolerancia
hacia sus actuaciones en defensa de las libertades, incluso se dieron momentos
en los que sus miembros tuvieron que funcionar en la clandestinidad en su lucha
contra los abusos, llegando a ser perseguidos e incluso ajusticiados. La
institución fue oficializada y controlada por el poder en el siglo XV,
desapareciendo en el año 1510.

Y de un lugar vivificado por su
riqueza histórica cambiamos a otro robustecido de por sí y por el entorno.
Partimos hacia Ochagavía por ruta intrincada, como casi siempre, por el valle
de Arce, por Oroz Betelu, a cuya vera corre un Irati bravío, por Aribe y
Abaurrea Alta, donde todavía una nieve obstinada hace alarde de sus derechos,
nos dejarnos caer hasta Jaurrieta y con altibajos también hasta Ezcároz, cruce
de caminos, ya en el valle de Salazar, situado a dos kilómetros y medio de
Ochagavía por la NA-140.

Ochagavía, a 85 kilómetros de
Pamplona, es cabecera del valle de Salazar, que como todos los valles
pirenaicos se ha transmutado de lugar inhóspito, de dura lucha diaria por la
supervivencia, en objeto del deseo, gracias a la imagen revalorizada que de la
montaña perciben amantes de la naturaleza, deportistas de aventura o,
simplemente, turistas sin adscripciones concretas. Ochagavía hace gala hoy en
día de una ruralidad un poco menos agrícola, ganadera y de explotación forestal
y algo más orientada hacia el turismo. Se trata de una reestructuración
económico-productiva, de una reconstrucción de la identidad local de
resistencia y de conveniencia.

Cierto es que el pueblo llegó a
tener más de 1300 habitantes hacia 1930 y hoy en día no superan los 500, pero
también es cierto que esta población se incrementa gracias a la multitud de
hijos pródigos que retornan el fin de semana porque poseen viviendas
secundarias. Y eso sin contar el turismo de masas veraniego. Tanta gente no
puede estar equivocada respecto a un pueblo cuyas casas, de piedra y madera, de
tejados vertiginosos, depositarias de aire señorial y de la dignidad de otros
tiempos, se apiñan alrededor de la iglesia de san Juan Evangelista y a ambos
lados del cauce domesticado del río Anduña. Aquí, la piedra le ha ganado media partida al blanqueado de las fachadas y la madera conserva su naturaleza frente
al colorido que presenta en otros valles.

Se trata de un lugar que
concentra todos los elementos de la imagen romántica, idílica, que irradia
encanto, serenidad, identidad ancestral y arraigo a la tierra. Pero ahora la
escenografía local se recupera o se reinventa para ser consumida y su parte de
culpa la tienen los hijos pródigos. A nosotros nos han vendido fácilmente la
moto de la ruralidad reconvertida en centro de consumo, por eso hemos pedido
auxilio en el restaurante Auñamendi para acallar nuestro estómago después de
una interpretación idealizada.