Andanza LXIX: Garínoain - Garralda
Día: 05/06/2016
No hay mayor irreverencia que el atrevimiento del
ignorante. Ése es nuestro caso, pues resulta que en más de una
y más de dos ocasiones hemos osado enredar aquí con conceptos abstractos,
hurtados a distinguidos pensadores, de esos que se nos escapan entre los dedos
por no saber por dónde cogerlos, tanto, tanto, que finalmente nos vemos en la
tesitura de prescindir de lo mejor de su sustancia para dejarlos a la altura de
betún una vez amoldados a nuestros triviales intereses narrativos. Alguno dirá
que esta sutileza no es nueva, que nos repetimos, que llueve sobre mojado; y
está en lo cierto. En cierta manera, justificando lo injustificable nos
autoconsolamos y confesando en público semejantes amaños hacemos un acto de
contricción cual sacramento religioso, a la espera de recibir el perdón de
Dios o de quien corresponda, ante esos pecados nuestros consistentes en
profanar ideas ajenas.
Pero como en los tiempos que corren el arrepentimiento
es flor de un día y resulta que el hábito de echar mano de lo pensado por otros
lo estamos convirtiendo en tradición por cómodo y provechoso, volvemos a las
andadas en un visto y no visto. Hoy, además, no se nos ocurre otra que
retroalimentarnos de nuestras propias simplezas y de los muchos pensamientos
que para adornar estas parrafadas hemos traído a colación, rescatamos aquél que
allá por el mes de diciembre de 2015 (ver andanza LVIII) desollamos
impunemente.
Hablábamos entonces de “el eterno retorno de lo idéntico”, una concepción filosófica del
tiempo cuyo verdadero sentido ni se nos pasó por la sesera alcanzar. A nosotros
nos bastaba jugar con la literalidad de la frase para acomodarla a nuestros
tejemanejes geográficos. Pues bien, puestos a seguir sacándole partido a la
frasecita de marras, en esta ocasión ha caído en nuestras garras el concepto
que sobre la redundancia de lo único e irrepetible tenía cierto sociólogo alemán,
cuyo nombre no mencionamos para no despertar las iras de sus deudos, por si se
diera el caso, poco probable, de que un día alguno llegara a leer las
blasfemias que siguen.
Decía el susodicho que lo único y lo irrepetible es
graduable, o sea que el dichoso eterno retorno de lo idéntico, aunque cíclico y
continuamente repetido es lentamente cambiante. Qué lucidez, qué penetrante
idea que rápidamente adoptamos para nuestros exabruptos. Así es, y resulta que
esta Navarra que ya hace bastante más de dos años venimos desgranando, rodando
a lomos de nuestro artilugio y con atenta mirada, a pesar de su diversidad,
cuenta con sus zonas geográficas de “unicidad”, pero en las que también se van
transformando, perezosamente, los esquemas que le dan carácter y de repetición
constante. Son variaciones de detalle dentro de un entorno superior que, a base
de siglos, ha creado un espacio de equilibrio en el que el hombre ha sido
constreñido por el medio geográfico y el clima. Y si nuestros desvaríos van de
equilibrios repetidos y mansamente cambiantes, en esta jornada nos hemos de
enfrenar a dos: el equilibrio de la tierra meridiana y el equilibrio pirenaico,
la quietud de Garínoain y la serenidad de Garralda.
Garínoain se aposenta a 26 kilómetros al sur
de Pamplona, en la Valdorba, en plena Merindad de Olite. El Cidacos más
humilde, el navarro, fluye a su vera de norte a sur, y el cierzo, cuando sopla
destemplado, que es siempre, hace tiritar al más pintado hasta en verano si se
lo propone. Es un pueblo al estilo de la Navarra Media, como corresponde, bien
parecido, cuidado, de los que han sabido conservar una porción de casonas del
siglo XVI, de amplias portaladas, distinguidas, señoriales, cuyos linajes no
echaron en el olvido marcar impronta en las claves de sus magníficos arcos de
medio punto. Tiene hasta su palacio Cabo de Armería, de los de calidad, de los
de asiento en Cortes; aunque venido a menos y desfigurado, todavía se yergue y
aguanta el tipo desafiando el paso del tiempo.
A pesar de esas
pasadas glorias Garínoain es de esos sitios que poco ha dado que hablar, bueno,
algo sí, porque últimamente a sus exiguos 500 habitantes se les ha visto un
poco sobresaltados por cierto asunto político que no viene a cuento y que ha
llevado el nombre de la villa a las crónicas periodísticas. Pero parece que las
aguas ya han vuelto a su cauce, y hoy, a las puertas de la iglesia mientras las
campanas repican reclamando fieles en una mañana soleada y todavía tibia, los
parroquianos ya entrados en años acuden a su llamada ensimismados y desinhibidos
de cuestiones tan mundanas. El tiempo todo lo cura. Nosotros, cual convidados
de piedra, los observamos en procesión, nos saludan con cortesía y se
interrogan íntimamente sobre nuestra presencia en el lugar.
No hay tiempo de
explicaciones, hemos de partir rumbo al Pirineo, de nuevo al valle de Aezkoa,
al que tanto hemos acudido últimamente, pareciéndonos ya a ese amigo pelmazo,
quien visita tras visita termina haciéndose tan insufrible como las moscas
cojoneras. Pero no hay miedo, estas tierras son hospitalarias con el viajero y
tampoco hay pereza en curvear lo que haga falta por carreteras tan de moto.
Garralda es el más
occidental de los pueblos del valle. Nos recibe bajo una luminosidad
resplandeciente y es que el día acompaña. Además, la villa es diáfana,
despejada, de calles amplias, al contrario que sus pueblos hermanos, más
concentrados e introvertidos. Su nitidez se refleja también en las casas,
radiantes, casi huelen a nuevo, y a flores sin casi. Pero este desequilibrio
con la “unicidad” del valle tiene explicación. Garralda ha sido mártir de
sucesivos incendios y especialmente el sufrido en 1898 dejó arrasado todo el
pueblo, por lo que fue reconstruido con mayores holguras.
En fin, no hay mal
que por bien no venga, antiguas calamidades dieron paso a un pueblo abierto, en
el que destacan como edificios más representativos su atractiva iglesia de
reminiscencias neogóticas y el ayuntamiento, un edificio exento, solemne e
imponente… y allí terminamos buscando refrigerio, pues en sus bajos se ubica
una taberna, cuyo cantinero se empeñó en que debíamos probar cierto tocino de
la casa y una cervecita, por aquello del calor. ¡Cómo íbamos a negarnos!